miércoles, 2 de marzo de 2011

Lo que el payaso esconde

Querido anecdiario,

Llegaba el otro día al hospital a hora punta de la tarde topándome con un colapso de magnas dimensiones en el vestíbulo. Lejos de mostrar interés en subir siete pisos por las escaleras, decidí darme el lujo de hacer el cuarto café del día en la cafetería.

Cuando estuve de vuelta, el vestíbulo yacía vacío. Entonces me acerqué al ascensor y esperé su llegada. Se abrieron sus oxidadas puertas verdes y marqué el número siete en el panel. Justo cuando se cerraban las puertas, un chico de unos veintitantos se coló en un suspiro profiriendo un sonoro "Uyyy!"

Marcó la octava y se apoyó orgulloso en el pequeño habitáculo. Subimos hasta el segundo y las puertas se abrieron. Cual sorpresa la nuestra cuando se nos mostraron un par de chicas disfrazadas de payaso. Una de ellas preguntó si bajábamos, a lo que respondimos educadamente que no.

Entonces, la expresión de la chica que se encontraba a su derecha cambió, creando una fea mueca digna del llanto más desgarrado. No tardó en arrancar un berreo parodiado bastante convincente que retronó con eco por toda la planta.

- No llores, mujer! -dijo el chico insinuando una sonrisa.

- Subid, que en un momento estáis abajo! -dije yo.

La muchacha respondió berreando aún más y acercándose imponente a las puertas del ascensor. La expresión de tristeza se transformó en ira y casi como si se tratara del berrinche de un crío, la chica apedreó todos los botones del panel, marcando todos los pisos que había en el edificio. Luego salió como una exhalación cerrándose las puertas tras de sí.


Odio a los payasos...

martes, 1 de marzo de 2011

Cantautor

Querido anecdiario,

Hace unos días me encontraba en Figueras dispuesto a volver en tren hasta casa. Solo quedaba un tren y no podía perderlo de ningún modo. Soplaba una fría y molesta tramontana, digna y típica de las hermosas tierras ampurdanesas, por lo que todo el mundo se encerró en el recinto de la estación hasta que sonó el aviso de próxima llegada. Entonces, toda una marea de esquimales salió del edificio en estampida para conseguir un codiciado asiento en cualquier vagón.

Pasaron cinco larguísimos minutos hasta que el tren se asomó por el horizonte, minutos en los que estuvimos a merced del viento, que abofeteó y arañó los rostros de todos los que allí nos encontrábamos.

En cuanto el regional detuvo su marcha, comenzó la batalla por los asientos. Los nanouks se abalanzaron sobre ellos como bestias, intentando ocupar una plaza o dos, para así poder descargar las pesadas vestimentas que cargaban en otra parte. Entre el alboroto, conseguí hacerme con una preciada plaza al lado de la ventana del final del vagón, donde coloqué cómodamente las nobles posaderas exclamando un "Ohhhhh..." de puro placer.

Segundos después, el tren reprendió la marcha. Todo el mundo parecía haberse acomodado ya, y en el vagón imperaba un silencio casi mágico. Solo se podía escuchar el sonido de los encajes del raíl al pasar sobre ellos. Poco a poco, la calefacción comenzó a causar estragos y se me empezaron a cerrar los ojos lentamente quedando a merced de un profundo sueño.

Pero algo lo rompió. El mío y el de muchos otros pasajeros. ¿Una guitarra? ¿Gritos desgarrados?

En la parte delantera del vagón trasero, un individuo de aspecto desaliñado con una coleta llena de rastas, sostenía una vieja guitarra española mientras parecía articular algo que parecía acercarse más al euskera que al inglés.

Se empezaron a oír tacos por el vagón mientras el tipo se dedicaba a chillar de nuevo un par de frases ininteligibles más con unos rasgueos mal hechos con la guitarra.

Tras dos infernales minutos aguantando al Pavarotti resacoso ese, un hombre ya entrado en canas que se encontraba cuatro o cinco filas por delante de mí, se levantó con cara de haberse comido un limón. A decepción de muchos, el hombre siguió adelante perdiéndose por los próximos vagones.

Unos minutos después, entró el revisor que, sin pararse, siguió hasta la siguiente estancia donde se encontraba el guitarrista. El primero pareció pedirle el billete, ya que el tipo sacó un puñado de monedas del bolsillo. Tras contar lo que tenía, se giró para decir algo a los de alrededor. Sin dar tiempo a que pudiera acabar una frase, el revisor condenó con un gesto de negación que parecía ser terminal.

Entre tanto, había vuelto el hombre que se había levantado, que viendo la escena apoyado entre dos asientos exclamó con una sonrisa:

- ¡A la mierda el fumapastos!

El rastas y su guitarra bajaron en la siguiente estación provocando una ola de aplausos que recorrió los dos vagones afectados.

Olé